Somos vagos, cada vez lo somos más. Cada vez nos cuesta más ponernos a hacer según que cosas, por más que estas supuestamente nos gusten y buscamos la ley del mínimo esfuerzo incluso en nuestro tiempo de ocio. Solo así se explica el auge de redes sociales como Twitter en las que las opiniones se reducen, en el mejor de los casos, a “intelectuales” y grandilocuentes dos lineas de texto. O de Instagram, donde directamente las palabras no le importan una puñetera mierda a nadie. Curioso fenómeno a razón de todo esto, que ilustra muy bien el argumento, lo encontramos en otra red social y en nuestras propias carnes, Facebook, donde parecen tener más aceptación publicaciones del póster de turno, el cual has tardado medio minuto en publicar, que enlaces a elaboradas críticas harto laboriosas en la mayoría de casos, así al menos parece indicarlo la auténtica moneda actual del multiverso digital, el “like”. No vaya a ser que tenga uno que leer... unos putos vagos de mierda, yo el primero, aclaro, antes de que salte el tarado de turno a decirme que atento contra vaya usted a saber quien.
“Si un denominador común suelen tener este tipo de experiencias cinematográficas, es su particular envoltorio, en buena parte de los casos, con unas puestas en escena de corte hipnótico”
Es por culpa de esa vagancia intrínseca y ya socialmente aceptada, que en muchas ocasiones tildamos a determinadas películas de pedantes, sin sentido o directamente, tomaduras de pelo. Y todo, porque seguramente, no la hemos entendido. Cierto, que en algunas ocasiones puede ser debido a una limitación intelectual de fábrica o en otras que realmente esté muy mal explicada por parte del autor. Pero en muchos casos, se trata simplemente de vagancia, de no querer hacer ni el más diminuto esfuerzo por dedicar dos minutos a pensar en lo que estamos viendo.
Entiendo que así de primeras, propuestas como “The Oregonian” (2011) o “The Rambler” (2013), ambas de un Calvin Reeder al que por cierto, veremos dentro de poco en una nueva antología de terror que lleva por título “The Field Guide to Evil” (pasaos por nuestra página de Facebook si queréis ver el póster), puedan descolocar a más de uno y propuestas del calibre de “A Field in England” (Ben Wheatley, 2013), “Mother!” (Darren Aronofsky, 2017), “The Neon Demon” (Nicolas Winding Refn, 2016) o la propia “Mandy” (Panos Cosmatos, 2018) puedan dar a entender que se nos ha estado vacilando durante más de dos horas si no hacemos ese ejercicio intelectual mínimo requerido para intentar entender o al menos procesar, aquello que acabamos de ver. Cuidado, que esto no quiere decir que luego vaya a gustarnos la cosa una vez interpretada/entendida, como es por ejemplo mi caso con la película de Wheatley, la cual sigue pareciéndome insufrible con o sin sentido.
“la historia es de una simpleza tal que narrada e ilustrada de otra forma más convencional, no tendría el menor interés”
Si un denominador común suelen tener este tipo de experiencias cinematográficas, es su particular envoltorio, en buena parte de los casos, con unas puestas en escena de corte hipnótico y belleza para nada gratuita, en las que las imágenes suelen esconder en la manga parte importante de la narración o del mensaje que se nos quiere transmitir, lo que habitualmente se conoce como “metáforas”. A poco que uno tenga no ya digo algo de paladar, tan solo de inquietudes cinéfilas, es imposible no quedarse absorto ante la fuerza visual de las películas de gente como Reeder o Refn, algo que por contraprestación puede jugar también en nuestro debe (en el nuestro, nunca en el de la película) a la hora de intentar completar el crucigrama.
A primera vista, “Braid” (2018), ópera prima de la directora Mitzi Peirone a partir de su propio guión, podría catalogarse dentro de este tipo de películas, propuestas de sumo encanto sensorial que esconden entre tanta filigrana y excentricidad, algún tipo de misterioso mensaje a descubrir por el espectador. Vista, reposada y digerida la experiencia, yo a día de hoy sigo sin encontrárselo, por lo que finalmente he llegado a la conclusión (con un margen de error considerable, dadas mis evidentes limitaciones intelectuales) de que no hay ninguno. ¿Es esto malo? ¿Juega esto en contra del hipotético disfrute de la película? La respuesta es un rotundo no. Un “no” que nos transporta a un discurso diametralmente opuesto, que tiene mucho más que ver con el sexo que con el amor, si entendemos lo segundo como algo más “profundo”, más existencial, y que por lo tanto, tendría más que ver con ese cine intelectual, que con producciones más ligeras, donde lo primordial es el vil entretenimiento, por ende, atribuible, si me lo permitís, al sexo.
“Braid” descaradamente va de "sexo" y nos abruma con otro debate, con otra pregunta, ¿Hasta qué punto son importantes las imágenes en una película? Dicho de otra manera, ¿Puede un gran apartado visual compensar importantes déficits en otros aspectos cinematográficos y dejarlos en un razonable segundo plano? La respuesta es un rotundo sí. Doblemente cierto en una película como la de Peirone, en la cual la historia no tiene mayor secreto que el hecho de no saber contarla mejor y que narrada e ilustrada de otra forma más convencional, seguramente no tendría el menor interés. Pero ahí encontramos precisamente la gracia del filme, en el despliegue de frescura e ideas del cual hace gala la nóvel directora (y la mágica lente de Todd Banhazl) a la hora de meternos su pequeña fábula infantil (y en clave femenina) por vena, a base de retorcer la realidad, la nuestra como espectadores y la de las protagonistas del relato hasta límites insospechados, si bien en ningún momento vamos a encontrar aquí ese carácter didáctico que estas suelen contener, las fábulas, así como tampoco ni rastro de sus hermanas mayores, las metáforas.
“en Braid no vale pasar la lupa sobre el libreto, hacerlo, significa el final de la experiencia”
La culpa de que una película tan caótica a nivel de narración y “vacía” o falta de fondo como esta consiga atraparnos, no solo tiene que ver con ese colosal despliegue artístico a nivel visual y sonoro que distorsiona la realidad hasta transportar al espectador a un mundo de ensueño (o más bien de pesadilla) en el que todo parece valer, también con la enfermiza química existente entre sus tres protagonistas femeninas (como digo, el relato deja a los hombres fuera de la ecuación, tratándolos en el mejor de los casos, de esporádicos intrusos), Sarah Hay, Imogen Waterhouse (“Animales Nocturnos”) y Madeline Brewer (“Cam”) conforman un triángulo tan grotesco como encantador donde consiguen dotar de una enfermiza naturalidad a las situaciones más descabelladas y al mismo tiempo, que queramos saber el porqué de todo lo que están viviendo...
… respuestas que en ningún momento el filme, tiene la menor intención de responder (no al menos con nada que tenga que ver con las leyes de la cordura), ni por activa ni por pasiva y esa puede que sea la mayor prueba de choque para según que espectadores, cuando estos intenten darle algún sentido más o menos lógico a lo que están viendo. No lo hay, no lo busquen. Esto es algo que hay que aceptar, en “Braid” no vale pasar la lupa sobre el libreto, hacerlo, significa el final de la experiencia. Una ídem que puede gustar o no, puede entretener o puede sumirle a uno en el mayor de los tedios según fobias y filias personales y donde se puede cuestionar la legalidad de su premeditado cripticismo como oportuna distracción para intentar disimular las miserias de su narrativa, de lo que no hay ninguna duda de que este es un título que merece ser visto por la gran cantidad de detalles hablando ya en clave de arte que contiene, a medio camino entre el cine indie, el videoclip, la performance más alternativa y el cine de terror, con algunas idas de olla tal, que pobre de aquel que no se deje los prejuicios y la antorcha quema brujas en el cajón de su mesita de noche cerrado a cal y canto. No seré yo quien os la recomiende pero, que ni se os ocurra perdérosla, por más perros que seáis.
Lo mejor: Visualmente es un regalo para los sentidos, el encanto de su triángulo protagonista por más afiladas que sean las aristas, la partitura de Michael Gatt y las cotas de surrealismo que consigue alcanzar en algunos pasajes (el royo del doctor me tiene fascinado).
Lo peor: Todo el ingenio se gastó en lo visual y no quedó mucho para la historia... al menos, no para una que nos podamos creer y/o que nos de para ir un poquito más allá de lo que vemos. Que cada uno se fustigue con ello como crea conveniente.