He de reconocer que soy un fetichista del tema y que todo lo que sea Drácula, vampiros, colmillos y sangre a tropel me pone y mucho, así que sin tener ni la menor idea ni conocimiento de la existencia de ésta película, la compré sin pensar demasiado. Y antes de verla, mucho antes, ya pensaba el bodrio que me iba a comer, el estropicio del mito y la pérdida de tiempo… pero amigos, estaba equivocado.
Drácula y sus innumerables revisiones a lo largo de los años, siempre me han trasladado a mi más tierna infancia, cuando veía a escondidas a Sir Christopher Lee en aquellas tandas de la Hammer que de vez en cuando La 2 nos ponía, ¡qué lejanos tiempos!. Aunque para muchos Bela Lugosi y su famoso vampiro de la Universal es la referencia absoluta al género, para mí, cuando pienso en Drácula, pienso en el señor Lee. Las íncreibles escenografías de la productora británica hacían mucho: castillos enormes llenos de alfombras, antorchas, escaleras sin pasamanos de cartón-piedra… y sangre made in titanlux. Sí, lo aparentemente más “cutre” para algunos para mí es el culto, pues no recuerdo mejor adaptación en el tiempo por muchos factores (el principal el respeto que me impone), a pesar de la gran película de Ford Coppola a posteriori.
Dicho esto, nos encontramos ante una película de 1970, factor para darle un voto de confianza a mi entender si vamos a ver una película de terror, no sólo por los grandes clásicos que han surgido en ésta época, sino porque la estética iba a ser respetuosa e interesante. Una cuidada iluminación, una casa adaptada al Conde, un mayordomo inquietante, una música agradable y acertada para darle fluidez o un uso interesante de la cámara para ciertos planos (a pesar del desenfoque en muchas ocasiones). He de confesar que a las pelis modernas de vampiros les tengo tirria, no concibo un guaperas con abdominales como el personaje que tiene que ser un Vampiro (creo que los vampiros más modernos que acepto son los buenos de The Lost Boys), así que por ahí creo que me iba a gustar. Y así ha sido.
Además no es una película sobre el Conde Drácula, sino sobre un vampiro, también conde, en este caso búlgaro y no de Rumanía, acomodado en EEUU, y que gracias a sus conocimientos sobre hipnosis y en una sesión de espiritismo, liará a unos cuántos asistentes a caer entre sus redes a lo largo de la historia. El argumento nos lo conocemos todos, incluido el desenlace, aquí lo que importa es la forma.
La interpretación de Yorga es más que buena, dignifica con creces el papel, siendo todo un galán bien ataviado, culto, con gusto por tocar el piano, y en el que no falla ningún factor. Las chicas caen a sus pies y a él le gusta ir con su capita negra, su albornoz rojo y sus joyas a lo grande ¡como tiene que ser! Merece la pena ver la película por ver un vampiro menos conocido y bien resuelto, Robert Quarry (“El retorno del dr Phibes”, “Deathmaster” o “El hombre de medianoche”).
La película nos deja un buen sabor de boca con la aparición de las clásicas vampiras en camisón (sin erotismo no hay vampirismo señores), momentos algo delirantes (sí, las patas de las sillas como estacas son todo un punto) y algún punto extravagante (a falta de palomas buenos son los gatos). Ahí lo dejo que no quiero hacer spoilers.
A los amantes del género no lo dudéis, creo que os va a gustar, no va a ser el clásico que esperais venerar durante los próximos años, pero es una cinta que va a alimentar vuestros viejos fetiches del cine vampírico clásico.
Lo mejor: el ritmo que imprime el director en el argumento es fluido y entretenido (posteriormente dirigió series míticas como Starsky y Hutch o Los Angeles de Charlie), además de la fabulosa interpretación del conde por parte de Quarry.Lo peor: podría haber sido más con un poco más de chicha, un poco más de sangre y un final menos precipitado.