Es prácticamente imposible hacer una crítica negativa de Magical Girl, y bien sabe Dios que en un principio fue esa mi intención, llevado por el arrebato de cabreo que me supuso que la magistral La isla mínima se fuera a casa sin el premio a la mejor peli en San Sebastián, arrebatada Concha de Oro y mejor director inesperadamente por la cinta de Vermut.
Con la distancia relativista que da el tiempo y un segundo visionado, el rencor y la mala leche se han transformado, también para mi sorpresa en una devoción prácticamente absoluta por la peli más extraña, asombrosa, imaginativa e inteligente que nos ha dado el cine patrio en años.
El consabido argumento, ese intento de un padre (sobrevalorado Luis Bermejo) parado y casi sin recursos por conseguir el traje oficial de un anime para su hija enferma de cáncer, que le llevan a entrecuzar su vida con la de personajes oscuros, siniestros, tenebrosos como el interpretado, magistralmente (qué barbaridad de lección interpretativa) por Bárbara Lennie o el de José Sacristán, al que, perdónenme, pero tengo atragantado y aquí está soberbio, es lo de menos en este cuento con moraleja, moderno, surrealista y cañí, elaborado con un gusto y dominio de la filigrana fílmica de la que muy pocos directores hacen gala hoy día, sin dejar un solo hueco, un resquicio, una grieta que escape a esa magnética puesta en escena calculada hasta el milímetro por el talentosísimo Carlos Vermut con frialdad y mala uva hasta esa espiral final que descoloca y duele, más por brillante que por inesperada a la hora de despejar la imposible ecuación que la cinta es en sí en esa manera de finalizarlo todo, una de las más sorprendentes, epatantes y crueles que recuerdo. Y es que la historia de esa niña abocada a una muerte inminente e injusta que con su último capricho lleva a un padre amargado, jodido más bien, al perverso bajo fondo, a la traición de los ideales en un cruce de caminos escalofriante.
Como si de una reencarnación buñuelesca se tratase, Vermut compone escenas con el brío y la magia plástica con que Velázquez recreaba el espacio, el aire y la corriente en sus Meninas. Nos presenta truculentamente a unos personajes desahuciados, enfermos, dolidos, muertos que caminan sobre sus tumbas y nos arrastran sin remedio embobados, embebidos en una producción barata que puede y debe despistar en su arranque y que una vez metidos en faena, captados como acólitos sectarios, los espectadores sobrevuelan su tramposo nudo argumental y nos dejamos llevar por una insólita belleza, una paradoja de lo hermoso desde lo horrendo tejida arriesgada, valientemente, sin complejos ni temores como una tormenta en la que los relámpagos brillantes, desmedidos y cegadores tapan los truenos como si no importasen lo más mínimo.
Y es que errores tendrá, trampas y trucos, envites y órdagos a grande y chica, pero tratados con unas exigencias de calidad absolutamente irreprochables. No llegará quizás a Obra Maestra, pero resulta tan absolutamente estimulante en su carácter único y estrafalario que lo parece al menos. El cinismo, lejos de molestar, nos convierte en seres cándidos e inocentes, en espectadores que llevábamos décadas esperando la revelación de las revelaciones, casi en silencio, en uno de esos dolorosísimos silencios alternados con susurros dementes que el director usa sabiamente como recurso narrativo.
La niña de fuego, esa copla de Manolo Caracol extraña y surrealista, como salida de un poema gitano de Lorca desde el exilio mismo, sirve con delirio como muestrario ejemplar de lo que Magical Girl esconde, a saber, una obra mucho más profunda en apariencia de lo que es, una marcianada cáustica, inaudita y dolorosa en la que lo que menos lesiona es una terrible enfermedad infantil, un compendio de buenas intenciones, sagradas casi y una declaración de intenciones, de saberes, de conoceres y de futuros placeres perversos e íntimos que nos vendrán, sin duda, de la mano de ese extraterrestre patrio, friky, sabio y sobre todo tremendo cineasta que es su director, que ya en Diamond Flash, obra hoy muy sobrevalorada a la lumbre de esta proeza, mostraba tablas, carácter, personalidad e ingenio.
Magical Girl es la superación formal de aquella, un verdadero brainstorming equilibrado y desequilibrante, que consigue intercalar el cine más negro posible con arrebatos de comedia independiente e irreal en un coqueteo perfecto inter subgéneros. Nada sobra en el film, nada falta, y pese a una apariencia fresca de inmediatez es evidente que todo está calculado hasta su más alejada posibilidad escénica. Los personajes, extremos pero vecinos de nuestras aburridas vidas, están dotados de unas cualidades que les hacen más que eso, simples personajes al servicio de un depurado, modélico y redondo guión, personas, reales y surrealistas. Los escenarios, por su parte están tratados de igual modo y más que espacios por los que pululan estos seres mágicos y perturbados son los personajes donde esas personas se desarrollan, se hacen daño, se matan. El metraje, digno de estudio, está dotado de un ritmo imposible de mejorar, aturdidor, que nos deja en shock en varios momentos y hace que los minutos se reblandezcan en los relojes como en el espantoso cuadro de Dalí y las dos horas parezcan quince a ratos y media a otros, sopesando la paciencia e inteligencia del que observa esta obra de arte pausada y sugerente que nadie en absoluto debería dejar escapar.
Hay películas que sorprenden por su forma, por estar contadas de maneras sorprendentes, impactantes, de estilo innovador y avergonzante, pero muy pocas complementan todo lo anterior con un fondo, una realidad argumental y reflexiva tan asombrosamente pensada y planteada. La película apabulla porque entre otras cosas sugiere un punto de partida social, una crítica al escaso valor de la cultura y la lealtad para sobrevolar ese pesimismo que tantísimo nos puede recordar a los crudos planteamientos del estupendo cine griego de los últimos años (el aroma de Canino, de Miss Violence se mezcla con el tufo a hamburguesa barata que se come en esa casa abocada al deshaucio) y se centra, sin posarse demasiado, en la enfermedad mental-sentimental, en el caos emocional del abandono, en el cine noir cargado de crítica y sorna y vuelve a levantar el vuelo para rocambolescamente, es cierto, centrarse en la magia, blanca o negra, real o tramposilla que al final es lo que define la obra en su totalidad.
Ni debo ni quiero dar más datos de su argumento, porque acudir a presenciar un milagro como este con la mente virgen y libre de prejuicios y valores ajenos es todo un regalo que el cabroncete del Vermut, mago prestidigitador y vudú, nos hace antes de navidades.
Almodóvar la reivindica como la gran maravilla fílmica del siglo. Estoy seguro que si Lynch, Chan wook Park o Kaurismaki acaban viéndola, se pondrán de su parte. Porque la propuesta de Vermut no es sólo fresca y abrasadora a la vez, es el resultado de un maridaje asombroso y perfecto, cual obra de orfebre escrupuloso, que nos toca dentro, muy dentro, y no nos suelta hasta tiempo después de haber salido del cine.
Cómo me fastidia tener que recular y reconocer mis errores. Qué equivocado estuve. Magical Girl es sin duda alguna, la renovación de no sólo un género que amo (el thriller, que casi ni aborda), sino de toda una manera de hacer cine.