MAIK LINGOTAZO NOS HABLA SOBRE LA IRRUPCIÓN EN LAS GRANDES LIGAS DE UN HASTA AHORA ANÓNIMO JUSTIN G. DYCK EN LA DIRECCIÓN
Un año, el 2020, que se nos va. Y con él el impacto inicial de
una soberana conmoción global que ha azotado al planeta con una virulencia tal que aún estamos por calibrar el alcance real de sus repercusiones. Las secuelas, de hecho, las seguimos padeciendo y resulta aterrador siquiera imaginar cuánto de esta crisis puede haber venido para no irse. Cuánto, tras el shock, pasará a ser doctrina. Siempre
nos quedará el cine. Esperemos. Como también esperamos, y sobre todo anhelamos encarecidamente, su recuperación de cara al nuevo año. Por lenta que ésta pueda ser. Algo que nos haga albergar la esperanza de que las constantes vitales de esta industria responden a los intentos de reanimación, toda vez que durante estos pasados meses al menos ha logrado sobreponerse a la estocada pandémica, aferrándose a la existencia, que, aunque precaria, ha gozado de la energía suficiente como para capear el temporal sin tener que plegarse al cese rotundo de su actividad. Se ha adaptado a las circunstancias, ha barajado y buscado alternativas, y por fortuna ha encontrado en la respuesta del respetable el apoyo y el calor, hoy más necesarios si cabe, para seguir adelante. Por lo pronto parece estar haciéndolo con entereza e ilusión por los tiempos que han de venir, que no es poco. Eso sin duda tiene su reflejo
en las producciones que han visto la luz a lo largo de este año. Las que hemos podido disfrutar bien en alguna sala con aforo limitado, bien vía online programadas por algún festival de cine.
“tanto el director Justin G. Dyck como el guionista Ketih Cooper se alejan por primera vez de su zona de confort, y cualquiera lo diría, a tenor de los resultados tan sobresalientes”
Entre ellas se encuentra
esta bocanada de aire fresco que ha resultado ser “Anything for Jackson”. Desde Canadá nos llega
un híbrido de géneros ideal para las postrimerías anuales. Toda una fábula “anti-natividad”, como he leído por ahí, con la que el tándem creativo y creador al fin se desquita en su empeño de facturar una obra independiente de terror, siendo como habían sido hasta la fecha los habituales responsables de una ingente cantidad de películas inanes y descafeinadas destinadas directamente al consumo navideño televisivo. Es decir, que
tanto el director Justin G. Dyck como el guionista Ketih Cooper se alejan por primera vez de su zona de confort, y cualquiera lo diría, a tenor de los resultados tan sobresalientes con los que han saltado a la palestra. No parecen haberse encontrado demasiado incómodos maniobrando en estas nuevas tesituras. A decir verdad, y en un gesto que ya dice mucho del nivel que atesoran estos dos cineastas, para nada reniegan del bagaje previo acumulado, más bien lo contrario, agradecen toda la experiencia que les ha reportado haber vivido tantas jornadas de rodaje. Es lo que a la postre les ha llevado, de atender puntualmente los encargos de una vertiente audiovisual menor, a
dar el salto para volar del nido y pergeñar por cuenta propia la idea que ambos llevaban tiempo incubando.
La película empieza sin darnos un ápice de tregua, y es que a los pocos segundos de situarnos en medio de una charla cotidiana mantenida por un matrimonio anciano en la cocina de su casa a la hora del desayuno, se desencadena un primer acontecimiento que nos pone alerta de cara a lo que ha de depararnos el resto del metraje. Grabada en una toma continua y fija, esta escena se sirve del
buen hacer interpretativo de sus dos principales protagonistas para que empecemos a calarlos sin mayores problemas. Darán vida a la familia Walsh, por un lado Sheila McCarthy (“Still/Born”, 2017), y por el otro su partener masculino Julian Richings, más conocido gracias a su papel de Muerte en la serie “Supernatural” o por participaciones recientes en películas como
“Vicious fan” (2020) o
“La bruja” (2015). Sus casi septuagenarias espaldas soportarán el peso de sus respectivos roles con la solvencia, energía y desparpajo propios de un chaval. Así pues, Audry y Henry, Henry y Audry
defenderán el recorrido emocional de una pareja que carga con la aflicción y la culpa de haberse quedado, tras un accidente de tráfico, primero sin su nieto, Jackson, y más tarde sin su hija, que no encontró motivos para vivir ante la pérdida y la postración. Ellos no se resignarán, mientras vivan: la insoportable condena que sufre la mujer, y la abnegada disposición del marido en pos del bienestar de su esposa, les conducirá incluso por senderos a los que sólo la desesperación te puede llevar. Ello cristalizará en un plan barruntado al dedillo, ahora que manejan contactos gracias al grupo satánico que frecuentan en el centro comunitario del pueblo. Pero sobre todo, y más importante, gracias a un tocho milenario en cuyas páginas parece, puede,
hallarse la fórmula que, de algún modo, les devuelva al nieto a la vida, y, con él, la paz y la felicidad que tan bruscamente les arrebató la tragedia familiar.
Pero hacer transacciones con el más allá
tiene sus costes. Para importar almas hay que asumir unas cargas arancelarias que sólo pueden estar al alcance de aquellos que,
o bien no tienen escrúpulos para así no sentirse mal, o bien de aquellos que para dejar de sentirse mal deciden dejar los escrúpulos a un lado. Lo segundo casa más con los Walsh, en efecto. Y han convenido en cargarle el peaje a una tal Shannon Becker (Konstantina Mantelos), una mujer -mira tú por dónde- embarazada, y que -fíjese usted- resulta ser paciente de -y ya es casualidad- un oportuno ginecólogo. Que no es otro que Henry Walsh, claro es. Si hasta la joven va a tener algún momento que otro donde imperará una suerte de, interesada sí, empatía y comprensión. Acaso como mera excusa para contagiárnosla a nosotros. Porque eso sí, en su mente y ánimo permanecerá incólume la sola idea de proteger, antes que nada y por encima de todo, a su no nacido.
“es sobre todo en el apartado más artesanal, tanto en el aspecto fotográfico como en el de caracterización, donde nos topamos con un trabajo notabilísimo, incluso de muchos quilates”
Todo parecía ir bien. Según lo previsto. Hasta habían pasado las pertinentes pruebas previas con animales, para verificar la validez de los sortilegios que encerraba el libro. Entiéndaseme: que resucitaron a un cuervo ya muerto. Aunque, puestos a pensar, tampoco se menciona si antes de ello lo mataron al efecto expreso de luego ir de resucitadores. En la peli, quiero decir, eh; realmente utilizaron un ejemplar disecado. Y tras ver que no daba el pego currarse el momento “Lázaro, aletea y vuela” tirando de hilos a lo Muppets, pues se tomaron la licencia de
emplear para ello uno de los contados ardides digitales que tiene el filme, que alumbrar una vida bien lo vale.
Pero
es sobre todo en el apartado más artesanal, tanto en el aspecto fotográfico como en el de caracterización, donde nos topamos con un trabajo notabilísimo, incluso de muchos quilates, me atrevería a decir. Porque con pocos encuadres convierten la morada, nada menos que del guionista, en un retorcido personaje más, utilizando a su favor
el manejo de los espacios para incidir en cierta desorientación, jugando con la intensidad de la luz para sumarte a esa misma confusión que se apodera del casoplón. Y también porque a fe que se tuvieron que emplear a fondo para perfilar la ristra de invitados que se personan en el segundo acto aprovechando que, pese a todo, ciertas liturgias es mejor mirárselas y remirárselas. Y buscarle la letra pequeña hasta en el filo del folio. Que invocar no es tan fácil, oye. Y “si no sabes, Manolete, ¡pá que te metes!”. Si hasta han ardido hogares solo por haberse aventurado uno a hacer de cocinillas con alguna nueva receta; a ver si te crees ahora que igual tirando de conjuros chungos a lo sumo te llega a domicilio una entidad del extrarradio sideral para prepararte la cena. A ti. Pues no, no va así la historia. Que es eso, que te dejas las cosas a medias, y luego eso son puertas abiertas. O mejor dicho, que no se cierran. Y a ver cómo echas tú ahora a la tropa: que si uno pegado a las sábanas, que si otra poniéndose guapa pá pedir ketamina en la rave, que si el otro va tó doblao, medio arrastrándose, que lo ves que le va a dar algo... que dices “chico, tío... joer, respira... tranqui, respira”. A todo esto, gloria eterna a Troy James, maquinote es poco. Pero cuídate ese asma, tío.
“El desenlace está más que bien gestionado, bajo un ritmo ciertamente frenético, pero aguantando el pulso a los mandos de la dirección”
![ritual satánico]()
En fin, que a ver cómo se lo cuentas tú a la policía al día siguiente. Menos mal que siempre queda la opción de acogerse al comodín del amigo solucionador. Sí, ése que parece haber estado toda la vida ahí, esperando justo a que se le presentase esta oportunidad. Y, obviamente, no piensa desaprovecharla. Esto nos lleva al último prota principal, Ian (Josh Cruddas). El cuarto oscuro de rigor, vaya. Purista de Satán y pelirrojo. Es que paso de describirlo más porque me pongo de mala hostia. No veas con dirección de casting, me los imagino jugando a un “¿Quién es quién?” antológico y descacharrante con las fotacas que deben trapichear. Eso sí que deben ser álbumes y no los Panini de antaño. Oye, dicho con el máximo respeto y tal, eh. Que aquí servidor no es agraciado ni para la lotería, que a todos nos iguala, aunque sea de partida. Pero qué quieres, al César lo que es del César. Así que olé con maquillaje, que si se han currado ese personaje es para que yo diga aquí que da puta grima. Eso es así.
Total, que
la cosa se desmadra en el último tercio. Pero también, de algún modo, cierra círculos. Bueno, quizá ésta no es la expresión más apropiada. Lo que quiero decir es que ayuda a solventar algunos interrogantes que venían planeando a sus anchas durante rato largo. Y eso, personalmente, me congratula. Quizá
adolece de cierto 'piloto automático', pero para nada desmerece el conjunto de lo mostrado anteriormente. La película ha volado a velocidad constante de no sé cuántos nudos; pero no importa la cantidad sino la calidad, y el que yo tenía en la garganta ya os digo que era algo así como que gordiano.
El desenlace está más que bien gestionado, bajo un ritmo ciertamente frenético, pero aguantando el pulso a los mandos de la dirección. Hay quien dice que descarrila. Es posible, oye. El tren de la bruja, tal vez. Porque el de aterrizaje se despliega dentro de las coordenadas deseables. El pasaje, del terror (nunca mejor dicho, ¡juas!), se muestra pelín alterado. Las turbulencias es lo que tiene. Pero vamos, que lo normal en estos casos, por otro lado. Que se apunta hasta el apuntador, con perdón de la redundancia. Y ahí, pues ya cada loco con su tema: el que entra en pánico, la que no sale del bucle, hay quien abraza, hay quien se desata, que si uno “¡mierda, no funciona el cinturón de seguridad!”, que si otro “¡hostias!, ¿Cómo va lo del oxígeno?”... En fin, un guirigay de los guapos. Con todo, la aproximación hacia el punto final
discurre con pulso firme, haciendo frente a virajes y sorteando ráfagas que salen al paso. Dejándonos una pista diáfana, despejada, sobre la que posarnos. Poniendo en solfa una vez más la relevancia capital que, ante cualquier empresa, adquiere una óptima compenetración entre el comandante y su segundo de a bordo. El control de la nave, en este caso, ha demostrado estar en buenas manos.
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