Que mono el pequeño Rectorcillo vestido de marinerito de la mano de su madre una soleada mañana de Domingo. Curioso por naturaleza, la criaturilla de Dios se sorprende al ver como a lo lejos, del interior de uno de esos respiraderos de alcantarilla que habitan bajo las aceras, emerge un globito de color rojo. !Válgame Dios!!! exclama hacia sus adentros el pequeño, ¿A razón de que desconocida ley de la física cuántica, cósmica, rústica, gástrica, puede salir de semejante lugar, semejante golosina para un niño? (por mucho que en ocasiones, las más dulces golosinas se encuentren en los lugares más insospechados) Sigue indagando en su aun poco desarrollado intelecto (tampoco creáis que evolucionaría mucho más allá en tiempos venideros). Seducido por el lado oscuro y haciendo gala ya de una primeriza genialidad, se suelta sutilmente de la mano de su progenitora y se acerca como si la cosa no fuera con él, hacia el colorido objeto. Dicen que las vías del tren tienen un magnetismo especial que te atrae hacia ellas cual canto de sirena... nada en comparación con la irrefutable e irresistible atracción que El Rectorcillo experimentó al focalizar toda su atención en aquel oscuro hueco de alcantarilla (unos cuantos años más tarde, volvería a experimentar aquella misma atracción por un miembro de la realeza Melmaquiana, pero esa, es otra historia).
Una vez el hocico le dio para impregnar sus fosas nasales con los turbadores aromas de tan indeseable lugar, del interior apareció la cabeza de un payaso, quien como se dice vulgarmente, comenzó a “comerle el coco” al inocente infante (no sería esta la última vez que alguien le haría algo semejante). Embriagadora labia la de aquel potencial miembro de la estirpe Aragón, quien sin previo aviso y ante la atónita mirada del crío, desfiguró su rostro tornándose éste demoníaco. Ojos rojos y grandes fauces al son de una diabólica voz que no dejaba de canturrear una tétrica cantinela: Todos flotan, todos flotan....
… Si amigos, con la puñetera“It” del no menos puñetero Stephen King, servidor pasó más miedo en sus noches de pre-adolescencia que el capitán Jean-Luc Picard en la despedida de soltero de su buen amigo Q. Desde entonces, cierto recelo hacia la figura del payaso me ha acompañado hasta estos días. Y como uno es bohemio y le va la caña, pues siempre he intentado seguir las corredizas de tan entrañables personajes en el género de terror, efigie, por otro lado, harto explotada en el mismo. Es el irlandés Conor McMahon, padre de aquella estupenda epopeya de zombies rurales de título “Dead Meat” (2004), quien nos trae un nuevo terror “payasil”, su nombre: “Stitches”. ¿Su fórmula? Algo menos secreta que la de la Coca Cola, pues nos encontramos ante el típico terror de vendetta sobrenatural donde una víctima, asesinada en particulares circunstancias (en este caso un payaso que ameniza fiestas infantiles), regresa del otro lado para llevar a cabo su venganza sobre aquellos que de una forma u otra, contribuyeron a su fatal destino.
“Stitches”, se abre con uno de los polvos más apáticos de la historia del cine, lo cual no deja de ser una curiosa paradoja si tenemos en cuenta que la película en cuestión es pornografía pura y dura. Y no lo digo porque contenga altas dosis de sexo, sino por el hecho de que a nivel estructural, la cosa funciona de una forma secuencial rígidamente marcada, la misma con la que se suele trabajar en el cine para adultos. Es decir, relleno, folleteo. Aquí lo extrapolamos a relleno, muerte. Esto, tiene como siempre, sus pros y sus contras. Por un lado, nos toca sufrir una historia previsible y totalmente carente de ningún tipo de sorpresa a nivel argumental. Además, hay que sumar el hecho de que el guión es una basura de dimensiones bíblicas y que el nivel interpretativo de la fauna “actoril”, es más bien limitado, por decirlo de manera elegante, carencia que salta a la vista del más miope por mucho que el trasfondo del filme sea de marcado carácter cómico.
Por el otro, la propia naturaleza del filme, nos da la oportunidad de conectarnos y desconectarnos del mismo con suma facilidad. Al no tener que quemar neuronas intentando seguir una historia que no existe como tal, ni de intentar encontrar el origen del universo en unos diálogos que únicamente tienen la misión de rellenar, y hablo en términos baloncestísticos, los minutos de la basura, podemos dedicar nuestro intereses en cualquier otro tipo de menester, por lo que “Stitches” es una de esas propuestas altamente recomendables para degustar en compañía, ya sea acompañado de los colegas y unos cuantos litros de cerveza o de una chica bonita que requiera de gran parte de nuestros sentidos. Y es que a la mañana siguiente, siempre nos queda la opción de tirar de moviola, por más ilícito que esto pueda resultar, para disfrutar de los buenos momentos que el filme tiene para ofrecer, que pese a todo, no son pocos.
¿Cuales son estos momentos? Las defunciones del personal. Es en este aspecto, en el único donde la película de McMahon puede sacar pecho y andar orgullosa con la cabeza bien alta mientras luce palmito ante los golosos ojos de aquellos que mueren por perpetuar todo el amor que llevan dentro sobre sus carnes. Aquí si brilla y mucho. El festín gore que nos ofrece el que posiblemente sea una de los asesinos más desganados y carentes de carisma de la historia del cine de terror (y eso que el tipo está interpretado por el polifacético cómico inglés, Ross Noble), es de esos de ponernos el babero (el chubasquero incluso) y dejarnos seducir por el lado más gamberro de nuestro ser, tanto por la calidad de los FX (pese a tirar de CGI en ocasiones), como por la creatividad de cada una de las escabechinas, algunas de ellas, grabadas a navaja en la corteza de algún viejo árbol de nuestro cerebelo para largo tiempo.
“Stitches”, terrorgrafía barata de serie B con oposiciones a Z exclusivamente pensada para amenizar reuniones sociales de distintas índoles y satisfacer el apetito por la sangre fácil y la casquería de aquellos paladares que lejos de exigir un producto de calidad hablando en lenguaje cinematográfico, se conforman con el recurso simple y mundano de los efectismos visuales. Todo ello, con mucho humor negro, imaginación y evidente cariño hacia una forma de entender y hacer cine muy concreta. Una lástima que detrás de todo esto no haya absolutamente nada que no resulte bochornoso para cualquier espectador con un mínimo de gusto por el séptimo arte.
Por suerte para las venideras generaciones de infantes, la familia Aragón desconoce el secreto de la inmortalidad: Las muertes, tanto en concepto como en ejecución.
A veces sueño que Ronald McDonald me sodomiza en sueños y me despierto húmedo por la parte de abajo: Todo lo demás. Un despropósito a todos los niveles y que no tengas amigos o en su defecto, una chica bonita con la que compartir su no visionado.