Un tratado sobre el uso del lenguaje y su uso cinematográfico por muy estimulante que sea no es desde luego lo que podríamos considerar la alegría de la huerta. Si a esto sumamos que uno de los protagonistas de dicho tratado es un perro vagabundo que recorre las sucias calles intransitadas de la ciudad y los campos gélidos y vacíos que contemplan impávidos el paso de las estaciones en su devenir cíclico puede que más de uno se eche atrás y diga un rotundo no a la última y definitiva obra de Jean Luc Godard.
Y no seré yo el que desaconseje esa escapada, porque la película es en realidad todo lo contrario a lo que como fan de determinados géneros espero tragarme en un festival como Sitges.
Pero una vez dentro de la sala, rodeado de amantes del cine del franco suizo, de su nouvelle vague burbujeante, entre los que digo desde ya que no me encuentro-sí, llámenme paleto, inculto, comercialista y palurdo de pueblo chico-y ante el derroche fascinante de los mejores 3D que se han rodado hasta el momento, he de reconocer que lo flipé y mucho.
El semidios francés que ha supuesto todo un icono, un modelo a seguir, una vanguardia y un pedazo de la historia de este arte que adoramos, recurre a los avances técnicos más punteros para reflexionar y experimentar un fondo a través de la forma.
Argumentalmente la historia roza el cinema verité desde el simplismo, una mujer infelizmente casada y un hombre coinciden e intercambian reflexiones y fluidos. El perro, metáfora quizás del devenir social que se agota en redes y relaciones impersonales aparece y reaparece. Como reaparece el marido cornudo y enajenado. La historia se detiene por un instante para reflexionar sobre la posible diferencia entre el ladrido del perro y el berreo de un bebé desesperado y cansino. La historia se reanuda y personas que no son más que personajes alienados debaten sobre la economía, la sociedad y la cultura en un parloteo innecesario que nos hace darnos cuenta de que en realidad al único personaje que entendemos de veras es a ese perro huidizo y sabio.
El director parece querer despedirse con un film testamentario que resume toda su carrera, en espíritu al menos, ahondando de forma hipnótica y subyugante en el caos y el desconcierto y recreándose en una visión pesimista y salvaje de no sólo la interactuación social sino del mundo entero que nos rodea.
La cinta es en sí un cuestionario autorreflexivo en el que las posibles respuestas están en blanco. El cine de Godard ha ido evolucionando, haciéndose cada vez más complejo y a ratos hasta infumable e indescifrable, pero con Adios al Lenguaje hace uso de un ejercicio metalingüístico fascinante, abstracto e incluso surrealista que deja en agua de borrajas a sus anteriores éxitos tales como Los puentes de Sarajevo, Film Socialisme, The Cello o Elogio del amor y que resulta complejo, casi imposible de analizar tras verlo sólo una vez. Y no, no creo que vaya a repetir por el momento. Porque si bien es cierto que la película me parece casi imprescindible, también lo es que me resulta incómoda, desagradable y un coñazo de padre y muy señor mío.
Ese experimento críptico y retorcido con el que pretende demostrar que el cine no es sino una prolongación de la mente humana, un arte que debe transgredir normas y salirse de cauces y márgenes establecidos acaba realmente cayendo en otras normas igual de taxativas y otros márgenes, respetables, sí, pero también preestablecidos. Vamos, que como dicen en mi pueblo, “acaba cagándose en los huevos como las urracas”. No por ello es desdeñable, ni mucho menos, y como cine que reflexiona sobre el cine, sobre el lenguaje cinematográfico, aunque pretenda sacar esa reflexión como si de una regla de tres se tratara a la sociedad misma, tiene un valor incuestionable.
Pero desde mi ignorancia, mi afán desmedido por el entretenimiento como finalidad última del Cine, así con mayúsculas, y a pesar de que la cinta dura setenta escuetos minutos, dicho experimento me resulta bastante pedante, pretencioso y arrogante, como esa nueva cocina que todo lo deconstruye para acabar presentando una tortilla de patatas en un vasio de chupito. Adios al Lenguaje es una advertencia también, de que la comunicación desaparece, de que el lenguaje cinematográfico está dando sus últimos estertores, de que el cine, al menos como se nos planteaba desde las vanguardias ha perdido su significado y ha muerto.
Cinematográficamente la cosa es bien distinta. Adios al lenguaje es una magistral obra de arte, que marida los carteles del autor con unas imágenes dolorosas por bellas y un sonido absolutamente impecable, fusionados en un montaje soberbio que se enorgullece de ser caótico.
Y como tal, la peli acaba haciéndose imprescindible, aunque sólo sea para dejar en ridículo a las inmensas megaproducciones hollywoodienses que usan el 3D sólo como un plus recaudatorio e innecesario en la mayoría de las ocasiones y no como un arma cargada de crítica, como sucede en la cinta, potenciando la autonomía de la imagen y alejándose de lo convencional.
Aquí, el magistral uso de las tres dimensiones hace sucumbir al espectador en un estado inexplicable mientras contempla y asiste a un paisaje sonoro que refleja a la perfección diferentes estados de ánimo. Sí, puede que el lenguaje esté muriendo en el cine, pero sólo porque se está convirtiendo en una basura recaudadora, porque políticos avergonzantes suben impuestos a la cultura denostándola no ya como un derecho sino como un placer enviciado de segunda.
"Adiós al lenguaje" es una pieza vibrante, transgresora, pedante pero necesaria, indescifrable pero imprescindible que aborda la dicotomía entre sociedad y cine, entre lenguaje y vida llegando a ser a partes iguales seductora y desesperante, libre al fin y al cabo.
Ya reflexionó sobre temas parecidos en 'Histoire(s) du cinéma' pero aquí lo hace de manera definitiva y postrera haciéndonos pensar un poco más de la cuenta sobre las infinitas posibilidades del cine que estamos dejando escapar.
Desde luego no es una cinta para todos los públicos ni paladares. El collage contínuo de rótulos, escenas pregrabadas, disertaciones filosóficas indescifrables puede resultar un zas en toda la boca para muchos, porque es difícil no abstraerse y seguir el ritmo marcado-pretendidamente libre-por el autor. Pero eso también es parte de su potencial mágico y brillante, que nos contagia de un entusiasmo pesimista desconcertante por completo que dice adiós no sólo al lenguaje sino a la estructura, a los convencionalismos y las fórmulas caducas y sobreexplotadas previsibles por complejo mientras saluda al infinito echando un vistazo al mundo en que nos movemos, salvaje, absurdo y decadente.
Desde luego, lo que es indudable es que en este discurso de despedida, en el que el lenguaje desaparece y la imagen, aún bella, queda sin sentido, es que Godard se divierte provocando y sorprendiendo al respetable con una cinta rotundamente transgresora y moderna que trata de provocar un efecto y ser causa más que simple retrato o episodio. En Cannes, donde arrancó aplausos y abucheos a partes iguales ganó el Premio del Jurado que entregó Jane Campion ex aequo con la tremenda Mommy de Dolan, ese veinteañero extraterrestre y superdotado.
Lo mejor: Es una auténtica EXPERIENCIA tridimensional, como nadie ha logrado nunca antes transmitir.
Lo peor: Incurre en contradicciones en su planteamiento, pero ¿no es el ser humano una contradicción pura y dura?
IMPRESCINDIBLE