A pocas semanas de esa gozosa experiencia en que se convierte cada año el Festival de Sitges, me atrevo y aventuro a calificar “The Boy” como mi película preferida del año, y, habiendo visto ya unas cuantas de las cintas con las que compite, apuesto ya mismo por su puesto, merecido, en el palmarés de este año.
CONTIENE SPOILERS Antes de nada, “The Boy” es la primera parte de una trilogía proyectada sobre el crecimiento en ciernes de todo un sociópata en tres momentos decisivos de su vida, a los 9, a los 14 y a los 18 años. La cinta está basada en un relato corto de Clay McLeopold Chapman (que aquí es coguionista), “The Henley Road Motel” y que ya fue adaptado por el director de esta “The Boy”, Craig William MacNeill en 2012 en un cortometraje que fue muy, muy bien recibido en el Festival de Cine de Sundance, lo que sin duda propició la lógica y consecuente versión largometraje, producido además por uno de mis fetiches, Elijah Wood, y que explora con brío y equilibrio el lado más oscuro de la naturaleza humana de manera inquietante, convincente y fascinante como pocas.
Pues bien, estamos en el caluroso verano de 1989, en plenas montañas del oeste americano, donde John regenta un Motel destartalado, aislado y ruinoso que en su día fue un negocio próspero, pero que con el desvío de autopistas recibe poca, y es ser generoso decir poca, clientela, por lo que apenas tiene dinero para pagar las numerosas facturas y encargarse él solo de la educación de su hijo, Ted, un chaval de 9 años, después de que su mujer y madre del niño hiciera las maletas para pirarse a Florida, y de la que tan sólo una postal con una breve nota de cariño para él es lo que conoceremos de ella en la cinta.
Mientras el padre pasa los días bebiendo en una dejadez y cansinismo absolutos, Ted se dedica a ganarse unas monedillas de una forma si bien productiva, siniestra, vagando por el árido y solitario paisaje y recogiendo animalillos muertos atropellados en la carretera que pasa por delante justo de su hogar, para ir juntando ese dinero que su padre le paga inocentemente por cada uno, como una forma inofensiva de que su hijo ocupe su tiempo y que en realidad va poniendo a Ted en el camino de la violencia calculada por y para cumplir su sueño de comprar un billete de autobús a Florida, no ya para vivir con su madre, sino para huir del infierno en que su anodina y rutinaria vida está abocada a convertirse.
Eso hace de Ted un niño enojado con el mundo, que ve a través de la espeluznante mirada vacía de sus enormes ojos. Sin compañeros de juegos ni amigos, sin juguetes reales y con la única relación personal con un padre que no siempre está cuando se le necesita y que en ocasiones es estricto con su hijo sin culpa, y con la única conexión con el mundo real y exterior que le proporciona la cada vez menos habitual visita de un cliente, el niño va desarrollando una completa y mórbida fascinación con la muerte, uno de los elementos que forman parte de esa cutrez que los psiquiatras tildan de la “tríada del psicópata”. Y es que la vida en casa de Ted es esa vida “de manual” de psiquiatría en la que se forja y fortalece la enfermedad mental. Ted nota que los demás niños no son así, no viven así, lo que hace todo aún más doloroso.
Entonces asistimos a un cambio, una decisión inocente en principio pero fundamental para el futuro de Ted, cuando decide dedicar la mayor parte de su tiempo ya no vagando en busca de animales muertos, sino creando trampas, como entretenimiento pero también con el entusiasmo de poder ayudar a su padre a sobrevivir ante la falta de medios.
Y es entonces cuando Ted empieza a comportarse como un “no niño”, usando la máquina de snacks para abastecerse de chucherías, no para él, sino para usarlas como cebo en sus trampas de asfalto. Actúa como un “no niño” cuando lleva al desconocido al cobertizo y golpea con una pelota la oscuridad, que le devuelve un estallido bullicioso del aleteo de los murciélagos, y lejos de tener miedo, ríe desenfrenado.
Actúa como un “no niño”cuando registrando unos cajones encuentra una vieja revista “Playboy” que no despierta el más mínimo interés en él, o cuando ensaya sonrisas y gestos que deberían ser naturales y que él mismo ya sabe que no están en su naturaleza.
En una de esas ocasiones en que pone un cebo en mitad de la carretera, Ted atrae a un ciervo, y provocando un desgraciado accidente en el que el coche de William Colby (Rainn Wilson) se estropea, por lo que se ve obligado a refugiarse en el motel mientras lo reparan.
Colby huye de sus propios demonios y problemas personales, con las cenizas de su esposa recientemente fallecida en un incendio. Con él, Ted establece un extraño vínculo a la par que se va desvinculando de su padre, al que ya sólo ve como mero comprador de sus animales siniestrados. Poniendo esos cebos en la carretera no es tánto la mano ejecutora como la que facilita el siniestro, dentro de su retorcida moral, que pronto cambia, avanza y se pervierte, mientras asistimos impávidos a ese desarrollo que encuentra como fácil forma de corregir su aburrida vida.
Ted experimenta algo que le hace sentir vivo. Él, que estaba condenado a vivir una vida solitaria y anodina, desarrolla en su mente una anormal fascinación por la muerte, por la sangre y el dolor ajeno, como forma de tomar el control en esa vida aburrida y vacía.
Por lo general, el asesino comienza torturando y matando animales. Y aunque nuestro protagonista no comienza estrangulando gatitos (de hecho hay un momento-ESPECTACULAR-en el que abraza a un pequeño conejo que pensamos que va a morir entre sus dedos), el maltrato llega.
En el caso de Ted también, antes del ciervo había torturado algún animal, (insectos con una lupa, recuerdo inocente de cualquier infancia) pero sobre todo, cuando un huésped ocasional se aloja en el motel, Ted se cuela de noche y a oscuras en su habitación, y si, por casualidad, el cliente cayó borracho, disfruta colocándole una mano en nariz y boca llevándolos casi al sofoco.
Así que sí, las tendencias psicopáticas del niño van surgiendo naturalmente, pero en el caso de Ted se ve reforzado al ser extrañamente otorgado por su padre el don de matar, que es quién le expone cómo abrir y destripar a un ciervo para extraer la carcasa y serrar la cornamenta.
Una situación, en mitad de la noche, bajo la lluvia, con los litros de sangre cayendo ante la mirada atónita del niño, que lejos de horrorizarse, comienza a insensibilizarse ante la muerte. Y es entonces cuando la película se adentra profundamente en la enferma psique del niño que mata la soledad y el silencio en el placer íntimo de su perturbación y en momentos de rabia infinita tras los que tortura animales e incluso personas desde la conciencia.
En lugar de dar un salto a la acción brutal de su protagonista para resaltar gráficamente su enfermedad, su maldad contenida, MacNeill va registrando poco a poco las etapas de su transformación con mano firme, imágenes sobrias y poca sangre.
Y utiliza el extraño e insano lazo afectivo que se forja entre el niño y el triste accidentado para demostrar que Ted tiene un plan preconcebido, que no es ese niño precioso y adorable que parece, que su tendencia a matar animalillos no se va a quedar en eso.
Cuando William Colby (Rainn Wilson) llega y le cuenta parte de su historia, Ted se engancha a él como ha ocurrido con otros muchos visitantes cuya única razón de ser, para él, es la posibilidad de escape y salida.
Pero con William la cosa va a más. William tiene que ser su primera víctima, ya que su presencia en su mundo le conduce a explorar sus impulsos más oscuros.
Ted se aferra a Colby como lo ha hecho con los pocos otros huéspedes que logran encontrar su camino al motel, con una fascinación que se manifiesta de forma inquietante. Les espía en su privacidad, no con la curiosidad natural de un niño de nueve años. Ted sabe sobradamente que esa invasión en sus vidas está mal, pero carece del temor que la mayoría de los niños tendrían de ser atrapados. Así, un día, con su plan preconcebido, roba las cenizas de la mujer de Colby.
John, el padre, va de mal en peor y su vida se deshace humedecida por el alcoholismo y Ted empieza a desprenderse de sus temores de un nuevo abandono y comienza a tomar el control de su vida y el uso de sus capacidades para obtener lo que quiere.
Y es aquí, amigos cuervos, donde experimentamos boquiabiertos el nacimiento de un psicópata. Porque en la construcción de ese enfermo se retrata perfectamente el arco de progresión geométrica que lleva de la inocencia a la sociopatía, marcado por esaobsesión macabra por la muerte, la sensación de contínuo abandono, de una madre y de un padre que aún estando a su lado, se aleja y se aleja y por una falta de cariño que él interpreta como maltrato.
Uno podría llegar a plantearse si tal vez Ted mató a los animales sólo porque su padre le daba dinero, y se sentía recompensado, pero la mano firme del director, magistral y objetiva por completo nos deja claro que lo que realmente le mueve es deshacerse de ese yugo, esas cadenas, que supone su vida en el motel junto a su padre en la siniestra ladera de la montaña a la que el motel tiene vistas junto a un depósito de chatarra que desde el principio palpita amenazante.
“The Boy” es una película absolutamente fascinante que no sólo nos da la oportunidad de ver lo que es en esencia el nacimiento de un asesino ante nuestros propios ojos, de cómo se activa ese espeluznante interruptor en su cerebro, sino la posibilidad de reflexionar sobre si esos condicionantes lo son en realidad y en qué medida, cosa que ME APASIONA.
Evidentemente el escenario rural monoparental, el desvío de la carretera y el motel, nos hacen pensar en una versión patriarcal de Psicosis-más de la serie que de la cinta de 1960-eludiendo esosí las connotaciones sexuales. Pero en su retrato de los trastornos psicológicos en la infancia, Macneill va aún más lejos y no se conforma con mostrarnos unos hechos reprobables por el común de los espectadores y cimenta su historia en las ansias de escapar de el Infierno.
El hecho de criarse sólo con su padre en el medio aislado y rural, pues influye, pero el director deja claro que no por ello un hijo se vuelve un asesino despiadado y nuestras mentes vuelan sin quererlo a The Good Son (1993) o The Bad Seed de Mervyn LeRoy (1956).
Al igual que unas pequeñas brasas acaban convirtiéndose en un incendio despiadado, Craig William Macneill nos arrastra en su película desde las chiquilladas inofensivas al horror absoluto en que confluye la mente de ese niño con total propensión a la ira y la violencia cuando en fin de curso una turba de adolescentes salidos y borrachuzos se desvocan y destrozan las instalaciones del motel. Ted ya está listo para dar rienda suelta al mónstruo que en su interior se ha ido forjando.
Hay algo profundamente espeluznante en la cinta, que como las humedades de un techo se van extendiendo poco a poco, sinuosas, y es que el director nos hace empatizar y hasta “justificar” desde el iusnaturalismo el comportamiento del niño en determinados momentos. Y es que pasamos gran parte de la película a solas con él, atrapados con él en su desequilibrio incipiente, en sus angustias, en su mente enferma.
La cinta va quemando lentamente, doliendo cada vez más, a través del uso de larguísimos planos y secuencias prácticamente mudas. Las imágenes, se montan velozmente en algunos instantes en contraposición al aislamiento y el resentimiento de Ted.
Todo en la forma de rodar está bien pensado, y acumulativamente nos lleva a una sensación desasosegante de depresión. Cada secuencia está diseñada para retratar portentosamente lo inevitable, sin recurrir a truculencias macabras (que tantísimo nos gustan), y cada toma se mantiene incómoda en el tiempo durante unos instantes como retazo de la locura que dibujan, así como la fotografía de ese árido paisaje solitario en que transcurre la historia refleja el vacío dentro de Ted. Los efectos de audio e imagen son especialmente inquietantes, perfectos, la cámara, por ejemplo, no enfoca directamente la violencia, sino que enmarca la escena desde abajo, sin abuso de primeros planos. Es un estilo atípico, muy centrado en lo natural, que funciona y se destapa como feroz e inquietante, persistente, con tomas propias del maestro Kubrick en las que el paisaje inmenso empequeñece al personaje y la trama, en la que se va guisando un un psicópata en ciernes. El paisaje sonoro diseñado por J.Alan Jones es simplemente IMPRESIONANTE, igualmente discreto, usa lo habitual, lo natural, la gota de sangra salpicando sonoramente sobre el cubo de metal que Ted sostiene, los latidos del corazón que se aceleran, que se detienen, el crujir del asfalto abrasador bajo el sol.
Los presagios siniestros que desde el primer momento intuimos (como cuando lleva al niño al sórdido y oscuro desagüe, o cuando visita la habitación de un huésped) nunca llegan a darse, pero provocan ese efecto deseado, esa angustia, ese malestar anticipatorio como si estuviéramos contemplando a un depredador acechando a su víctima.
La primera escena en la que Ted desata su furia y violencia es con una gallina cuando su padre le quita el dinero ahorrado, pero la cámara lo obvia, nos lo oculta, resta importancia a la respuesta, cuando lo que realmente importa es la frustración del protagonista.
Pero para colmo, no ha sido como esperaba, como deseaba, aunque es sin duda el punto de transición en su terrible metamorfosis.
A nivel interpretación, la cinta es inmejorable. Jared Breeze más que actuar, VIVE perfectamente interpretando a Ted, con una naturalidad en su expresión corporal que se come la cámara, capaz de transmitir una inmensa gama de emociones con tan sólo pequeñas muecas y expresiones sutiles que van de la ira a la apatía.
Protagoniza escenas MÁGICAS, como aquella en la que intenta sonreir natural ante un espejo repitiendo una y otra vez frases que venden la habitación. Aunque esas sonrisas dulces e inocentes parecen genuinas, cambian en menos de un segundo regresando al perenne estado de apatía que su mirada refleja, contenida, escalofriante pero sin exageración alguna.
David Morse como padre resulta, como suele hacer en todas sus actuaciones, imponente, creíble tanto como hombre torpe pero amable que trata a su hijo con bondad y quiere hacerle feliz como individuo desconocido que bebe para huir de sus problemas.
Rainn Wilson, como Colby, el accidentado con el que Ted está absorto, está también de escándalo en esa sutil muestra de inestabilidad.
La cinta se toma sus casi dos horas para profundizar en el exquisito retrato de la soledad y estudio incisivo-más que thriller psicológico- que contemplativamente asiste al nacimiento de un psicópata, la evolución de Ted, del que nadie, ni llegado el final, llegaría a sospechar que detrás de esa sonrisa inocente de los nueve años se puede estar forjando un nuevo Norman Bates, Hannibal Lecter o demás. Un niño de nueve años que no mata sólo porque puede, sino porque quizás esa sea la única manera de escapar de una vida que le asfixia.
Y esas dos horas, como he dicho, son pausadas, fruto de un proceso lento, excelentemente fotografíado que puede echar para atrás a algunos que busquen en ella refugio plagado de acción, sangre y vísceras en lugar de huecos sombríos sin esperanza.
No es una peli de terror al uso, juega con la poesía, metódica, silenciosa, casi tan árida como el paraje en que se rodó.
Lo mejor: La obsesión de Ted con la muerte comienza planteándose de forma que puede confundirse con la curiosidad de cualquier niño corriente, y eso es TERRIBLE, aunque pronto el enfoque despojado de emotividad lo resuelve. Podríamos hablar en términos caducos de obra de “arte y ensayo”, pues es mucho más de lo que parece, ese oscuro y brutal estudio, moderado en su ejecución que se convierte en una experiencia poderosa, inolvidable y dolorosa.
“The Boy” es la película que más me ha gustado en lo que va de 2015. Y se nota.